Carta al Padre Francisco Méndez Casariego

Mi querido padre:

Acercarme hoy a ti en el 166 aniversario de tu nacimiento, es acercarme a tu vida. Y acercarme a tu vida es acercarme al amor, el que predicaste y el que practicaste. En todo lo que se de ti, apareces como un hombre enamorado de Dios y apasionado por su Reino, incansable, lleno de fuerza, confiado en que nada es imposible para el que ama.

Sé que toda tu vida fue manifestación del amor predilecto del mismo Dios por la juventud más necesitada. Amor confiado al que te llevó la valentía de vivir en la humildad de reconocer y aceptar el amor arriesgado e incondicional de Dios al hombre. Tú veías este germen divino en cada ser, en cada joven abandonado e indefenso. Y creíste en el Amor, y creíste en los amados, en su poder y en sus posibilidades.

Padre: también hoy a muchos jóvenes les cuesta creer que Dios los ama incondicionalmente. ¡Qué bien supiste tú entender esto en los jóvenes de tu tiempo! Tuviste la osadía de darles el amor del que tú te alimentabas, sin límites, sin fronteras, de manera incondicional, en Alianza con Dios, y así: sin fecha de caducidad, pasara lo que pasara, porque así lo recibías tú de Dios.

Por eso aquellos, a los que te acercabas a curar sus heridas, pudieron creerte y experimentar el amor predilecto de Dios por ellos. No era una falacia para conquistarlos; simplemente les diste todo tu ser que latía al ritmo del amor de Dios.

Querido padre: el recuerdo de tu nacimiento hoy, me invita a fijarme en tu humildad para reconocer y aceptar fielmente la incondicionalidad del amor de Dios en la mía y, como tú, pueda yo verlo y creerlo en los jóvenes y copiar de tu osadía para ayudarlos a descubrirlo. Escuchando cada día tu consejo: “¿qué me diría hoy el Padre?”, con mucho cariño te envía un abrazo tu hija:

Una Hermana Trinitaria